lunes, 27 de octubre de 2008

Renée Vivien, una Safo en París

Renée Vivien, de pie, junto a Natalie Clifford Barney




El 11 de junio de 1877 nació en Inglaterra esa muchachita flacucha a la que pusieron por nombre Pauline Mary Tarn y que dos décadas después, respaldada por una cuantiosa herencia, se instala en París y asume el seudónimo literario que la hará trascendente: Renée Vivien.
Entre viajes a tierras exóticas y romances deambula por esa época legendaria que fueron los primeros años del siglo pasado en la capital francesa. Allí conoció a la famosa Natalie Clifford Barney, a quien llamaban La Amazona, personaje emblemático de lo que hoy podríamos llamar la bohemia lésbica, cabecilla del grupo que pretendió emular a la Casa de las Servidoras de las Musas de Safo. Después de haber idealizado una pasión platónica con su amiga de la infancia y vecina Violet Shillito, fue con Natalie con quien Renée conoce el amor carnal y con quien mantuvo una apasionada relación intermitente.
En tanto, sostiene también un romance epistolar con Kérimé Turkan-Pacha, esposa de un diplomático de Constantinopla. Sin embargo, la estabilidad emocional se la daría la baronesa Hélène de Zuylen quien, a pesar de estar casada y tener dos hijos, permaneció a su lado —con alguna traicioncilla de por medio— hasta el final de su corta vida y colaboró con ella en varias de sus obras, publicadas —se presume— con el seudónimo de Paule Riversdale.
Deudora de Baudelaire y de Verlaine, entre sus obras más significativas se encuentran Études et préludes (1901), Cendres et poussières (1902), La Vénus des aveugles (1903), À l’heure des mains jointes (1906), Flambeaux éteints (1907), Sillages (1908), Dans un coin de violettes (1909), Haillons (1910). Cultivó varios géneros: novela, relato, prosa poética, teatro y narrativa. Incluso escribió una biografía de Ana Bolena. También hizo en 1903 adaptaciones de la poesía de Safo que se regodean y enfatizan la carga de erotismo lésbico del original griego.
Luis Antonio de Villena la ha considerado “una Safo en el París de 1900”. De ella dice: “Vivien, con las espléndidas herramientas de la poesía simbolista finisecular, construye un mundo lírico decadente y hedonista. Lleva a sus más radicales consecuencias algunos de los registros de la fatalidad nihilista y de la perversidad voluptuosa tan en boga en el arte de 1900”.
Se le conocía como la Musa de las Violetas, por su obsesión con esas flores pero, al parecer también, por su otra obsesión: Violet Shillito, su amor irrealizado. Agobiada por las enfermedades y las deudas, la inestabilidad sentimental, el uso y abuso de drogas y alcohol, intentó suicidarse en Londres, en 1908, tomando láudano. Quienes evitaron su muerte, encontraron sobre su pecho un ramo de violetas.
Su salud se deterioró hasta tal grado, que a los 30 años caminaba ayudada por un bastón. Murió en París la mañana del 10 de noviembre de 1909, a los 32 años, aquejada de anorexia. Fue enterrada en el cementerio de Passy.





LUCIDEZ

El arte delicado del vicio ocupa tus recreos,
Y tú sabes despertar el calor de los deseos
A los cuales tu cuerpo pérfido se arrebata.
El olor del lecho se mezcla con los perfumes de tu ropa.
Tu rubio encanto se asemeja a la insipidez de la miel.
No amas más que lo falso y lo artificial,
La música de las palabras y de los débiles murmullos.
Tus besos se desvían y se insinúan sobre los labios.
Tus ojos son inviernos pálidamente estrellados.
Los lutos siguen tus pasos en tétricos desfiles.
Tu gesto es un reflejo, tu palabra es una sombra.
Tu cuerpo se aplaca bajo besos sin nombre,
Y tu alma está ajada y tu cuerpo usado.
Lánguido y lascivo, tu artero roce
Ignora la belleza leal del abrazo.
Mientes como se ama, y, bajo la dulzura fingida,
Se siente el arrastramiento del reptil atento,
En el fondo de la sombra, tal que un mar sin arrecife,
Los sarcófagos son aún menos impuros que tu cama...
¡Oh mujer!, yo lo sé, ¡pero tengo sed de tu boca!

Tomado de Mado Martínez (selecc. y trad.), Poemas de Renée Vivien,
Barcelona, UAB, Lectora, 2004.



NUESTRA ES LA NOCHE

Hora del despertar... Abre tus párpados.
A lo lejos afila sus luces la luciérnaga.
El asfódelo pálido emana puro amor.
La noche llega. Vamos, amiga extraña mía.
La luna reverdece el azul de los montes.
La noche es nuestra. El día, que sea de los otros.

Sólo escucho en la hondura de bosques taciturnos
el crujir de tu ropa, de las nocturnas alas.
El acónito en flor, de un blanco quejumbroso,
exhala sus perfumes, sus íntimos venenos...
Un árbol traspasado con un soplo de abismos
nos cerca con sus ramas, ganchudas como dedos.

El azul de la noche se expande y fluye. Ahora
es más ardiente el goce y es la angustia mejor.
El recuerdo es hermoso como un palacio en ruinas...
Fuegos fatuos, entonces, recorren nuestras vértebras,
pues resucita el alma de las tinieblas hondas.
Solamente la noche nos convierte en nosotras.



VICTORIA

Dame los besos tuyos amargos como lágrimas,
de noche, cuando aquietan los pájaros sus vuelos.
Poseen nuestras cópulas, largas y sin amor,
júbilo de rapiña, crueldad de violaciones.
Tus ojos reflejaron esplendor de tormenta...
¡Exhala tu desprecio hasta en tu propio espasmo,
querida mía, y ábreme con cólera tus labios!
Beberé lentamente las hieles y el veneno.
Tiemblo como un ladrón ante un botín insólito
en la noche de fiebre que apaga tu mirada...
¡El alma brusca y bárbara de los conquistadores
canta en mi propio triunfo!



LLÉVAME A TI, VENECIA

Sin amiga y sin libro, errante en las orillas
que mustia el sol y acaricia la luna,
Venecia, yo he de ser como una dogaresa
poseída por el sueño de tus canales lúgubres.
Tú, que sabes cuán fuertes pueden ser las tristezas
–porque su voluntad triunfa sobre el instinto
y poseen un rostro distinto que lastima–,
arrástrame, Venecia, a tu honda agua marchita.
Y cuenta a esos amantes vulgares del futuro
que ya les he juzgado y que yo los desprecio.
Oh tú, la solitaria, la altanera Venecia,
diles que nos burlamos de su humana alegría.
Desdeñémosles: son una turba insensata.
Ellos no saborean el exquisito tedio
de estar solos en medio de los hombres: a ellos
un desorden carnal les mató el pensamiento.
Diles, oh tú que flotas en las aguas
Fúnebre como yo, fría y oscura,
diles tú con mi voz de sombra y ya sin eco:
sólo es bella la muerte en tus hondos canales.

Tomados de Renée Vivien, Poemas (trad. y prólogo de Aurora Luque;
epílogo de Maria-Mercè Marçal), Tarragona, Igitur, 2007.

Artemisa y las amazonas. Del humor en la literatura lésbica

Artemisa



Texto leído en el XIII Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey.




Artemisa, hija de Zeus y Latona, era, entre los griegos, la diosa virgen de la caza. Cuentan que habiendo visto a su madre sufrir terribles dolores de parto, fue tal su aversión al matrimonio que pidió de su padre la gracia de guardar perpetua virginidad. ¿Qué?, ¿perpetua virginidad?... Oh oh, creo que esta familia tenía un problemita… ¿Por qué andaría Artemisa de arco y flechas, rodeada de una corte de muchachonas fornidas y atrabancadas, jugando de manos, refrescándose en los arroyos, durmiéndose juntas en aquellos bosques? ¿Por qué al pobre de Acteón, que tuvo la desdicha de verla bañándose desnuda con su séquito de ninfas, lo convirtió en ciervo y dejó que sus perros lo destrozaran? ¿Por qué la hicieron diosa de la luna y en sus correrías nocturnas se hacía confundir con Hécate o Selene? ¿Quién asegura lo de la castidad? ¿No será ése, acaso, el génesis del malentendido de que la mujer que no tiene varón es virgen?
Porque Zeus era un machín; de eso no cabe la menor duda. Y además, dios de dioses, rey de reyes, omnipresente y omnipotente, colérico e irracional. Si él afirmaba que sus hijas eran castas, ¿quién iba a atreverse a contradecirlo? Pero yo —blasfema por naturaleza y cuestionadora por voluntad— no meto las manos al fuego —porque eso ha de doler—, pero le digo a usted —y habla la voz de la experiencia— que esa familia guardaba un secretito que pasó a la historia del mundo patriarcal con las etiquetas de virginidad y pureza eternas.
Vencedoras de atlantes y gorgonas, con las amazonas la historia tiene los primeros registros —aun míticos— de mujeres en libertad que vivían en comunidades. Eran guerreras temibles, poderosas; ellas mismas fabricaban sus armas y conquistaban territorios al tú por tú en encarnizadas lides con los varones, que las consideran “equivalentes a los hombres”. Así, como a una igual, enfrenta y mata Aquiles en la Iliada a Pentesilea, la reina de las amazonas durante la guerra de Troya, y, aunque engañado por las malas mañas de Hera, ejecuta Heracles a Hipólita, otra de sus reinas, para robarle el codiciado cinturón.
Hijas de una ninfa y de Ares, el dios de la guerra —y, por lo tanto, nietas de Zeus… o sea, que el asuntillo era algo así como genético—, se cree que en algunos de sus lances bélicos se apoderaron de Efeso, donde fundaron una de las siete maravillas del Mundo Antiguo, el templo a Artemisa —su tía la torcidita—, y más tarde la ciudad de Mitilene, capital de Lesbos. Al buen entendedor, pocas palabras.
Así se enraizó el mito de que las mujeres fuertes, las guerreras, eran malencaradas y malgeniosas, con un humor de perros salvajes que se reflejaba en sus ceños fruncidos y sus bocas negadas a la sonrisa. Unos ogritos. Por esa supuesta adustez, por los morbosos estereotipos que suelen colgarnos o por la seriedad con que, mujeres al fin y al cabo, ponemos en nuestros asuntos todos, pero especialmente en las cuestiones públicas o profesionales, sigue prevaleciendo la idea de que las lesbianas somos duras, brutas, peleoneras y malhumoradas.
Como para contrariar esa apariencia y reafirmar que el buen ánimo juerguero puede encontrar lugar en la literatura a uno y otro lado de la mar océana, recientemente han llegado a mis manos dos libros ejemplares: Cuentos y fábulas de Lola Van Guardia, de la catalana Isabel Franc, y Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, de la mexicana Gilda Salinas. Y aunque la Franc afirme que “las escritoras vivimos de reinventar pequeñas tragedias”, ambos cuadernos son la muestra de cómo una situación de tintes melodramáticos puede convertirse en una chanza.
Isabel Franc —o Lola Van Guardia, su seudónimo y alter ego— es “Una cómica de la pluma”; así se define a sí misma en el título de su espacio en Blogger. En entrevista concedida para GayBarcelona.net, Isabel confiesa que aunque Lola es una engreída y se le subió la fama a la cabeza, ambas se soportan mutuamente con cierta fraternidad. Dice que su obra —la de ambas— ha tenido el doble propósito de distraer, de hacer pasar a las lectoras un rato agradable, pero también de invitarlas a reflexionar acerca de las lesbianas y de sus modos de actuar. Y qué mejor que a través del humor, al que considera una de las mejores estrategias narrativas… que ya bastantes problemas e insatisfacciones enfrenta uno a diario en el “mundo real” como para ir a remedarlos en la ficción a la hora del entretenimiento.
Los Cuentos y fábulas de Lola y de Isabel, selección que Egales dio a la luz en Barcelona hace apenas unos meses, son textos escritos con esa intención expresa: reírse y hacer reír. La miscelánea empieza con un cuento de corte clásico: la princesa Esmelinda era frígida. Habiendo llegado a la edad casadera sin conseguir el gozo, su preocupado padre, un reycito “demócrata alternativo y de tintes modernos”, convoca a concurso público a todos los hombres del reino y de las comarcas vecinas, prometiendo la mano de la princesa como recompensa a aquel que la hiciera disfrutar los placeres del amor. Después de agotadoras jornadas y resultados nada promisorios, perdidas casi todas las esperanzas de que la princesa conociera aquella cosquillita del orgasmo, una tarde llegó un ejército de amazonas custodiando a un caballero forrado hasta los dientes que exigió hacer el amor sin quitarse la armadura. No les será difícil imaginar que el caballero era realmente dama de lacia cabellera rubia y agraciados pechos que con toda paciencia, destreza y dedicación consiguió que la princesa flotara y tocara el cielo, según sus propias palabras, que en estos casos no es apropiado exagerar a riesgo de provocar descrédito.
Ése, en escenarios más o menos modernos, es el tono del libro. Con las páginas se suceden adaptaciones de chistes populares, recomendaciones para una primera cena íntima bañada en whisky, microrrelatos que dejan bien sentado que no sólo de sexo vive la lesbiana, la historia autobiográfica de un gato andrógino y un fabulario donde desfilan gallinas hetero y gallinas les, una rana lesbiana que quería ser vaca heterosexual, una murciélago transgénero, una tortuga queer, ardillas bolleras y zorras policías, una gusanito solidaria y un consejo general de mantis religiosas.
En otro subconjunto titulado “Más Franc que de Van Guardia” está mi favorito: “Cómo decírselo”, donde una señora ya bastante experimentada cae avasallada por los destellos de un nuevo amor, pero de pronto se siente absurdamente incapacitada para comunicárselo a aquella “dulzura con rizos y dos piernas” que es el objeto de su pasión. Se le alteró el sueño, perdió el apetito, padecía excesos de micción, se le alocaron los estrógenos, le hervía la sangre o se quedaba “alelada, mirando al techo con aquella sonrisa boba prendida de los pómulos” y mordiéndose las uñas. Hasta llegó a ver cacatúas en las ramas de los plátanos de las grandes avenidas. “¡Cotorras, bonita, son cotorras!”, le espetó su amiga y confidente, que no podía creer aquel estado de tontería. Ella le respondió en un suspiro: “¡Qué más da! ¡Son tan bonitas!” y concluyó que eso era, al fin, estar enamorada: ver alegres cacatúas en cualquier árbol. Y sigue un rosario de dudas, prórrogas y castas citas —porque en estas situaciones es mejor ir paso a paso, “una no puede saltarse un estadio y cagarla”—, hasta que, felizmente, es la pretensa quien, ya desesperada, toma la iniciativa y la definitiva.
Mientras, de este lado del Atlántico, con afán más de memorioso rescate que de pura ficción, Gilda Salinas cuenta en las quince piezas que integran Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, la historia de una niña de once años que una fría mañana de febrero, sin entenderlo ella misma, se enamoró de Mona Bell al oírla cantar “La montaña” con aquella voz gruesecita y cálida. Ése —que es el final del libro— fue sólo el inicio, porque la niña creció y se enamoró de otras tantas chilenas y mexicanas de todas las regiones de la República, con las cuales Gilda teje una red de personajes que reaparecen y situaciones que se asemejan —¿qué tan distinto puede ser un antro a otro, una relación a la siguiente?
Aquellos ochenta “eran tiempos de trova cubana, de recorrer las peñas y de cantar con la guitarra”. Las peñas y los antros, desde el más “nais closetero lésbico temporal” —donde cantaba la gran Chavela Vargas, “la madre, ¿o debería decir el padre?, de todas las lesbianas”—, hasta los decadentes locales de “fraternidad ambientalista y aromas de peda feliz”; épocas idílicas en las cuales la narradora/protagonista “libaba como hija del desierto en tiempo de maremoto”, hasta que acabó siendo una alcohólica anónima demasiado conocida y una mujeriega (casi) irredenta que se identificaba con Pedro Infante por aquello de “me gustan las altas y las chaparritas, las gordas y flacas y las chiquititas”. Y como buena charro hembra, cuando decía “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”, era capaz de ponerse pantimedias, falda, zapatos de tacón y hasta rímel en las pestañas cuando el suceso conquistatorio lo ameritaba.
Mujeres y jolgorios saltan de una pieza a otra del conjunto. Y música que, también ubicua y omnipresente, matiza el ambiente de guateque absoluto y constante. “La virtud de que la mayoría estuviera pedales —dice— es que todo daba risa, las tragedias, los melodramas y los azotes eran motivo de júbilo”. Así era la jerga de la juerga: “hay que olvidar los cuetes, cuotas, digo, cuitas, para cumplir las motas, mitos, digo, metas”. No faltan momentos trágicos o conmovedores —la muerte prematura de una amiga, la violación de otra, una redada policial, persecuciones y cachetadas de madres intolerantes o amantes celosas, un pleito conyugal resuelto a balazos contra las macetas, varias rupturas, mentirillas e infidelidades—, pero la diversión es reina y la amistad perdura a pesar de los deslices y las vicisitudes.
Son los de Gilda Salinas, como los de Isabel Franc, cuentos de mujeres que no se esconden tras eufemísticas etiquetas —que ya bastantes son las que nos endilgan en este mundo sobreclasificado—; mujeres satisfechas, seguras, conformes consigo mismas. Son las suyas, historias de la cotidianidad, del festejo, del baile y de la risa que estas amazonas modernas cultivan cual trofeos que entregarles a la vida y a la alegría de vivirla de ese modo.

viernes, 10 de octubre de 2008

Un lugar llamado Sevenels

Amy Lowell


Con mi agradecimiento especial a la poeta y amiga Dina Posada.



En una noche de lluvia, encima de la vieja cama con dosel, yacen dos cuerpos. Dos cuerpos de mujer. Mientras la oscuridad se cierne sobre el espacio exterior, adentro brillan la poesía y la espera. La mansión se llama Sevenels; en ella creció la niña que convirtió en intensos versos esta escena.
Amy Lowell nació en Brookline, Massachussets, el 9 de febrero de 1874. Hija de ilustre familia, recibió una esmerada educación que ella misma completó abasteciéndose de la monumental biblioteca de su padre. La holgura económica le permitió, además, desandar periplos que la llevaron a exóticos destinos: Egipto, Grecia, Turquía.
Cuentan que, aunque enfermiza, llevó una vida muy agitada, en la cual las mujeres tendrían una presencia fundamental y constante: en 1899 vivió en la hacienda californiana de su amiga Frances Dabney, donde fue a recuperarse de una afección gástrica contraída durante su viaje a Egipto; en 1902, en una presentación de la actriz italiana Eleonora Duse, descubrió su verdadera pasión por la poesía; en 1912 conoció a la también actriz Ada Dwyer Russel, quien sería su compañera hasta que la muerte las separó el 12 de mayo de 1925, cuando Amy sufrió una hemorragia cerebral.
Era considerada extravagante, aventurera, retadora, porque desafiaba las normas sociales, solía ser impuntual, fumaba tabaco, dormía de día y escribía de noche. Mucho mayor fue el escándalo cuando, en junio de 1914, se llevó a Ada a vivir en Sevenels, que sería el hogar conyugal.
Su literatura se adscribió al imaginismo, ese movimiento del que también participara Ezra Pound y que fuera considerado por Glen Hughes como el mejor organizado y el más influyente de la poesía anglosajona. En 1912 publicó su primer libro: A Dome of Many Colored Glass. A él le siguieron: Sword Blades and Poppy Seed (1914), Men, Women and Ghosts (1916) Can Grande’s Castle (1918), Pictures of the Floating World (1919), Legends (1922), y A Critical Fable (1922), así como una colosal biografía de John Kyats.
Después de su muerte, recibió el Premio Pulitzer por su poemario What’s O’Clock (1926) y Ada, quien heredó toda su obra inédita, daría a las prensas East Wind en 1926 y Ballads for Sale en 1927.
Poco conocida en lengua española, es imprescindible la traducción que Marta Porpetta hiciera para la edición de El jardín de Sevenels en Torremozas (Madrid), con estudio preliminar de Luzmaría Jiménez Faro, de donde tomo los siguientes poemas.



UNA NOCHE DE LLUVIA

Sombras,
y la luz blanca oscilando
y el golpeteo y el destello de la lluvia en la ventana,
en la calle un farol se balancea
haciendo que los arroyuelos de lluvia del cristal
reluzcan y palpiten.
En este resplandor de plata
puedo ver las cuatro columnas de la vieja cama,
con los flecos y borlas de su dosel.
Estás acostada a mi lado, esperando,
pero no me doy la vuelta,
estoy contando los pliegues del dosel.
Estás acostada a mi lado, esperando,
pero no me doy la vuelta.
Con esta luz plateada debes estar bellísima…
y hay diez pliegues en este lado del dosel
y diez en el otro.



NORMAS

Camino por los senderos del jardín
y todos los narcisos
y los jacintos azul claro
se mecen al viento.
Bajo por los acotados senderos del jardín
con mi rígido traje de brocado.
Con mi cabello recogido y mi hermoso abanico,
soy también una extraña norma.
Al recorrer los senderos del jardín.

Mi vestido está ricamente adornado
la cola
deja una estela rosa y plata
sobre la grava.
Una cortesía a la moda actual
dando traspiés por mis zapatos de tacón con cintas.
Ninguna ternura me rodea,
sólo corsé y brocado.
Me siento a la sombra de un tilo,
pues mi pasión lucha
contra el rígido brocado.
Los narcisos y los jacintos
ondean en la brisa
como les place.
Y yo lloro;
ya que el tilo está en flor
y una florecilla ha caído sobre mi pecho.
Y el chapoteo de las gotas
en la fuente de mármol
llega hasta los senderos del jardín.
Nunca cesa el goteo.
Bajo mi rígido traje
está la ternura de una mujer
bañándose en el surtidor de mármol,
un surtidor en medio de los setos
que crecen tan espesos
que ella no puede ver a su amante oculto.
Pero sospecha que él está cerca
y el agua deslizándose
parece la caricia de la mano amada.
¡Qué verano en un vestido de fino brocado!
Me gustaría verlo tirado en el suelo
y el rosa y el plata hundidos en la tierra.

Yo sería la rosa y el plata mientras recorro los senderos,
y él tropezaría después,
desconcertado por mi risa.
Yo vería el sol reflejándose en la empuñadura de su espada
y en las hebillas de sus zapatos.
Optaría
por conducirle por un laberinto
a lo largo de los acotados senderos,
un claro y alegre laberinto
para mi amante calzado con pesadas botas,
hasta que me alcanzara en el sombra
y los botones de su chaleco
magullaran mi cuerpo al abrazarme.
Doliéndome, fundiéndome, sin miedo alguno.
Con las sombras de las hojas
y la caída del agua
a nuestro alrededor en esta tarde…
Creo que me desmayo
por el peso de este brocado,
por el sol tamizado entre la sombra.

Bajo la flor caída
sobre mi pecho
he escondido una carta.
Me la trajo esta mañana un caballero del Duque.
“Señora, lamentamos comunicarle que el Sr. Hartwell
murió en acto de servicio el jueves por la noche”.
Al leerla en la claro sol matutino
las letras se retorcían como serpientes.
“¿Alguna respuesta, señora?” dijo mi lacayo.
“No”, le dije.
“Cuida de que el mensajero tome algún refrigerio.
No, no hay respuesta”.
Y entré en el jardín, paseando
arriba y abajo por los acotados senderos,
en mi rígido y correcto brocado.
Las flores azules y amarillas se erguían orgullosas al sol.
Me mantuve erguida también,
sujeta a la norma,
por la rigidez de mi vestido.
Anduve arriba y abajo,
arriba y abajo.

Habría sido mi marido dentro de un mes.
En un mes, aquí, bajo este tilo,
habríamos roto las normas,
él para mí y yo para él,
él como Coronel, yo como dama,
en este rincón sombreado.

Él tenía el deseo
de que el sol nos bendijera.
Y contesté “Será como tú dices”.
Ahora está muerto.

En verano y en invierno recorreré,
arriba y abajo,
los acotados senderos del jardín
en mi rígido traje de brocado.
Los jacintos y los narcisos
darán paso a rosas trepadoras, asteres y nieve.
Yo iré
arriba y abajo
en mi vestido.
Suntuosamente adornada,
encorsetada y contenida.
Y la suavidad de mi cuerpo será defendida del abrazo
por cada botón, por cada corchete, por cada cinta.
Porque el hombre que debía liberarme ha muerto,
luchando con el Duque en Flandes,
en una norma llamada guerra.
¡Cristo! ¿Para qué sirven las normas?



INTERMEDIO

Cuando haya horneado blancos pasteles
y rallado almendras verdes para cubrirlos;
cuando haya quitado los verdes rabitos de las fresas
y las haya apilado en una fuente azul y amarilla,
cuando haya alisado las arrugas de la mantelería
en la que he estado trabajando…
¿entonces, qué?
Mañana será lo mismo:
pasteles y fresas,
y agujas dentro y fuera de la tela.
Si el sol es hermoso sobre los azulejos y los estaños,
cuánto más hermosa es la luna,
reclinándose en las rizadas ramas del ciruelo;
la luna,
ondulando en un lecho de tulipanes;
la luna
inmóvil,
sobre tu rostro.
Tú brillas, Amada,
tú la luna.
¿Pero cuál es el reflejo?
El reloj está dando las once.
Pienso que cuando cerremos la puerta,
oscura será la noche
afuera.



ALBORADA

Del mismo modo que sacaría a la blanca almendra
de su cáscara verde,
así te despojaría yo de tus ropas,
Amada.
Y acariciando la suave y pulida almendra
vería una gema de valor incalculable
resplandeciendo mis manos.



ÓPALO

Tú eres hielo y fuego,
tu tacto quema mis manos como la nieve.
Eres frío y llama.
Eres el carmesí del amarilis,
la plata de las magnolias besadas por la luna.
Cuando estoy contigo
mi corazón es un estanque helado
bajo un brillo de inquietas antorchas.



PENUMBRA

Mientras estoy aquí sentada en la quieta noche de verano,
de pronto, en la lejana carretera, se oye
el rechinar y el acelerar de un tranvía eléctrico.
Y, más lejos todavía,
el fuerte resoplar de una máquina,
seguido del desagarrado arrastrar de un tren de carga cambiando de vía.
Estos son los ruidos que hacen los hombres
en el largo ajetreo de la vida.
Seguirán haciendo siempre estos ruidos,
aun después que yo haya muerto y ya no pueda oírlos.
Sentada aquí en la noche de verano,
estoy pensando en mi muerte.
¿Qué pasará contigo?
Verás mi silla
con su brillante cobertor de zaraza
iluminada por el sol de mediodía,
como ahora,
verás mi mesa angosta
donde he estado escribiendo tantas horas.
Mis perros meterán sus hocicos en tu mano,
preguntando -preguntando-
y pendientes de ti con ojos perplejos.

La vieja casa todavía está aquí,
la vieja casa que me ha conocido desde el principio.
Las paredes que me han visto jugar:
con soldados, canicas, muñecas de papel,
que me han protegido a mí y a mis libros.

La puerta de entrada estará mirando a los viejos árboles
donde, cuando era niña, jugaba con muertos y con incendios;
Mirará la ancha vereda de grava
donde yo rodaba mi aro,
y las matas de rododendro
donde cogía mariposas de pintas negras.

La vieja casa te guardará a ti,
como yo he hecho.
Sus paredes y sus cuartos te guardarán,
y yo susurraré mis pensamientos y fantasías
como siempre,
en las páginas de mis libros.