viernes, 10 de octubre de 2008

Un lugar llamado Sevenels

Amy Lowell


Con mi agradecimiento especial a la poeta y amiga Dina Posada.



En una noche de lluvia, encima de la vieja cama con dosel, yacen dos cuerpos. Dos cuerpos de mujer. Mientras la oscuridad se cierne sobre el espacio exterior, adentro brillan la poesía y la espera. La mansión se llama Sevenels; en ella creció la niña que convirtió en intensos versos esta escena.
Amy Lowell nació en Brookline, Massachussets, el 9 de febrero de 1874. Hija de ilustre familia, recibió una esmerada educación que ella misma completó abasteciéndose de la monumental biblioteca de su padre. La holgura económica le permitió, además, desandar periplos que la llevaron a exóticos destinos: Egipto, Grecia, Turquía.
Cuentan que, aunque enfermiza, llevó una vida muy agitada, en la cual las mujeres tendrían una presencia fundamental y constante: en 1899 vivió en la hacienda californiana de su amiga Frances Dabney, donde fue a recuperarse de una afección gástrica contraída durante su viaje a Egipto; en 1902, en una presentación de la actriz italiana Eleonora Duse, descubrió su verdadera pasión por la poesía; en 1912 conoció a la también actriz Ada Dwyer Russel, quien sería su compañera hasta que la muerte las separó el 12 de mayo de 1925, cuando Amy sufrió una hemorragia cerebral.
Era considerada extravagante, aventurera, retadora, porque desafiaba las normas sociales, solía ser impuntual, fumaba tabaco, dormía de día y escribía de noche. Mucho mayor fue el escándalo cuando, en junio de 1914, se llevó a Ada a vivir en Sevenels, que sería el hogar conyugal.
Su literatura se adscribió al imaginismo, ese movimiento del que también participara Ezra Pound y que fuera considerado por Glen Hughes como el mejor organizado y el más influyente de la poesía anglosajona. En 1912 publicó su primer libro: A Dome of Many Colored Glass. A él le siguieron: Sword Blades and Poppy Seed (1914), Men, Women and Ghosts (1916) Can Grande’s Castle (1918), Pictures of the Floating World (1919), Legends (1922), y A Critical Fable (1922), así como una colosal biografía de John Kyats.
Después de su muerte, recibió el Premio Pulitzer por su poemario What’s O’Clock (1926) y Ada, quien heredó toda su obra inédita, daría a las prensas East Wind en 1926 y Ballads for Sale en 1927.
Poco conocida en lengua española, es imprescindible la traducción que Marta Porpetta hiciera para la edición de El jardín de Sevenels en Torremozas (Madrid), con estudio preliminar de Luzmaría Jiménez Faro, de donde tomo los siguientes poemas.



UNA NOCHE DE LLUVIA

Sombras,
y la luz blanca oscilando
y el golpeteo y el destello de la lluvia en la ventana,
en la calle un farol se balancea
haciendo que los arroyuelos de lluvia del cristal
reluzcan y palpiten.
En este resplandor de plata
puedo ver las cuatro columnas de la vieja cama,
con los flecos y borlas de su dosel.
Estás acostada a mi lado, esperando,
pero no me doy la vuelta,
estoy contando los pliegues del dosel.
Estás acostada a mi lado, esperando,
pero no me doy la vuelta.
Con esta luz plateada debes estar bellísima…
y hay diez pliegues en este lado del dosel
y diez en el otro.



NORMAS

Camino por los senderos del jardín
y todos los narcisos
y los jacintos azul claro
se mecen al viento.
Bajo por los acotados senderos del jardín
con mi rígido traje de brocado.
Con mi cabello recogido y mi hermoso abanico,
soy también una extraña norma.
Al recorrer los senderos del jardín.

Mi vestido está ricamente adornado
la cola
deja una estela rosa y plata
sobre la grava.
Una cortesía a la moda actual
dando traspiés por mis zapatos de tacón con cintas.
Ninguna ternura me rodea,
sólo corsé y brocado.
Me siento a la sombra de un tilo,
pues mi pasión lucha
contra el rígido brocado.
Los narcisos y los jacintos
ondean en la brisa
como les place.
Y yo lloro;
ya que el tilo está en flor
y una florecilla ha caído sobre mi pecho.
Y el chapoteo de las gotas
en la fuente de mármol
llega hasta los senderos del jardín.
Nunca cesa el goteo.
Bajo mi rígido traje
está la ternura de una mujer
bañándose en el surtidor de mármol,
un surtidor en medio de los setos
que crecen tan espesos
que ella no puede ver a su amante oculto.
Pero sospecha que él está cerca
y el agua deslizándose
parece la caricia de la mano amada.
¡Qué verano en un vestido de fino brocado!
Me gustaría verlo tirado en el suelo
y el rosa y el plata hundidos en la tierra.

Yo sería la rosa y el plata mientras recorro los senderos,
y él tropezaría después,
desconcertado por mi risa.
Yo vería el sol reflejándose en la empuñadura de su espada
y en las hebillas de sus zapatos.
Optaría
por conducirle por un laberinto
a lo largo de los acotados senderos,
un claro y alegre laberinto
para mi amante calzado con pesadas botas,
hasta que me alcanzara en el sombra
y los botones de su chaleco
magullaran mi cuerpo al abrazarme.
Doliéndome, fundiéndome, sin miedo alguno.
Con las sombras de las hojas
y la caída del agua
a nuestro alrededor en esta tarde…
Creo que me desmayo
por el peso de este brocado,
por el sol tamizado entre la sombra.

Bajo la flor caída
sobre mi pecho
he escondido una carta.
Me la trajo esta mañana un caballero del Duque.
“Señora, lamentamos comunicarle que el Sr. Hartwell
murió en acto de servicio el jueves por la noche”.
Al leerla en la claro sol matutino
las letras se retorcían como serpientes.
“¿Alguna respuesta, señora?” dijo mi lacayo.
“No”, le dije.
“Cuida de que el mensajero tome algún refrigerio.
No, no hay respuesta”.
Y entré en el jardín, paseando
arriba y abajo por los acotados senderos,
en mi rígido y correcto brocado.
Las flores azules y amarillas se erguían orgullosas al sol.
Me mantuve erguida también,
sujeta a la norma,
por la rigidez de mi vestido.
Anduve arriba y abajo,
arriba y abajo.

Habría sido mi marido dentro de un mes.
En un mes, aquí, bajo este tilo,
habríamos roto las normas,
él para mí y yo para él,
él como Coronel, yo como dama,
en este rincón sombreado.

Él tenía el deseo
de que el sol nos bendijera.
Y contesté “Será como tú dices”.
Ahora está muerto.

En verano y en invierno recorreré,
arriba y abajo,
los acotados senderos del jardín
en mi rígido traje de brocado.
Los jacintos y los narcisos
darán paso a rosas trepadoras, asteres y nieve.
Yo iré
arriba y abajo
en mi vestido.
Suntuosamente adornada,
encorsetada y contenida.
Y la suavidad de mi cuerpo será defendida del abrazo
por cada botón, por cada corchete, por cada cinta.
Porque el hombre que debía liberarme ha muerto,
luchando con el Duque en Flandes,
en una norma llamada guerra.
¡Cristo! ¿Para qué sirven las normas?



INTERMEDIO

Cuando haya horneado blancos pasteles
y rallado almendras verdes para cubrirlos;
cuando haya quitado los verdes rabitos de las fresas
y las haya apilado en una fuente azul y amarilla,
cuando haya alisado las arrugas de la mantelería
en la que he estado trabajando…
¿entonces, qué?
Mañana será lo mismo:
pasteles y fresas,
y agujas dentro y fuera de la tela.
Si el sol es hermoso sobre los azulejos y los estaños,
cuánto más hermosa es la luna,
reclinándose en las rizadas ramas del ciruelo;
la luna,
ondulando en un lecho de tulipanes;
la luna
inmóvil,
sobre tu rostro.
Tú brillas, Amada,
tú la luna.
¿Pero cuál es el reflejo?
El reloj está dando las once.
Pienso que cuando cerremos la puerta,
oscura será la noche
afuera.



ALBORADA

Del mismo modo que sacaría a la blanca almendra
de su cáscara verde,
así te despojaría yo de tus ropas,
Amada.
Y acariciando la suave y pulida almendra
vería una gema de valor incalculable
resplandeciendo mis manos.



ÓPALO

Tú eres hielo y fuego,
tu tacto quema mis manos como la nieve.
Eres frío y llama.
Eres el carmesí del amarilis,
la plata de las magnolias besadas por la luna.
Cuando estoy contigo
mi corazón es un estanque helado
bajo un brillo de inquietas antorchas.



PENUMBRA

Mientras estoy aquí sentada en la quieta noche de verano,
de pronto, en la lejana carretera, se oye
el rechinar y el acelerar de un tranvía eléctrico.
Y, más lejos todavía,
el fuerte resoplar de una máquina,
seguido del desagarrado arrastrar de un tren de carga cambiando de vía.
Estos son los ruidos que hacen los hombres
en el largo ajetreo de la vida.
Seguirán haciendo siempre estos ruidos,
aun después que yo haya muerto y ya no pueda oírlos.
Sentada aquí en la noche de verano,
estoy pensando en mi muerte.
¿Qué pasará contigo?
Verás mi silla
con su brillante cobertor de zaraza
iluminada por el sol de mediodía,
como ahora,
verás mi mesa angosta
donde he estado escribiendo tantas horas.
Mis perros meterán sus hocicos en tu mano,
preguntando -preguntando-
y pendientes de ti con ojos perplejos.

La vieja casa todavía está aquí,
la vieja casa que me ha conocido desde el principio.
Las paredes que me han visto jugar:
con soldados, canicas, muñecas de papel,
que me han protegido a mí y a mis libros.

La puerta de entrada estará mirando a los viejos árboles
donde, cuando era niña, jugaba con muertos y con incendios;
Mirará la ancha vereda de grava
donde yo rodaba mi aro,
y las matas de rododendro
donde cogía mariposas de pintas negras.

La vieja casa te guardará a ti,
como yo he hecho.
Sus paredes y sus cuartos te guardarán,
y yo susurraré mis pensamientos y fantasías
como siempre,
en las páginas de mis libros.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ay, Odette, este blog tuyo me está resultando muy interesante. No había leído a Amy Lowell, y aunque sus poemas no me llegaron tanto como los de Djuna Barnes, vislumbro en ellos una forma intencionadamente apartada del romanticismo que marcó la poesía de algunas de sus coetáneas. Claro, aquí uno siempre tiene que "entregarse" a la traducción, pero formalmente esa poesía no parece de mujer anglosajona de finales del siglo XIX. No sé, tiene un tono lírico que tensa y destensa de una manera muy particular. Mañana o pasado mañana los leeré de nuevo. En cualquier caso, amiga, muchas gracias por tu labor. Aunque sea egoísta por mi parte, me atrevo a pedirte que sigas haciéndonos regalos de este tipo. Un abrazote.
Jorge.