viernes, 26 de septiembre de 2008

Djuna Barnes, los ojos de la noche

Djuna Barnes, París, c. 1926
(retrato de Berenice Abbott)



Una noche lluviosa de 1996, caminando por el este de Manhattan, mi amiga Sonia Rivera Valdés señaló una casa y me dijo: “Ahí vivió Djuna Barnes”. Apareció entonces, por primera vez ante los ojos de mi entendimiento, la extraordinaria poeta a la que el mismísimo T. S. Elliot halagaría su “estilo excelente, con frases bellas, ingenio brillante y un sentido del horror y la fatalidad digno de la tragedia isabelina”.
Nació en Nueva York el 12 de junio de 1892 en el seno de una familia con intereses artísticos. Después de una infancia tormentosa, estudió arte, fue periodista e ilustradora, formó parte de la bohemia del Greenwich Village neoyorkino —Eugene O’Neill, Gertrude Stern—, pero fue en el París de entreguerras donde se asentó junto a su amante, la escultora Thelma Wood, y vivió su esplendor como artista y mujer. Había sido enviada por Harper’s Magazine para escribir un reportaje acerca de los vanguardistas y allí se convirtió en uno de ellos.
En 1915 publicó Book of Repulsive Women; en 1922 las páginas de Vanity Fair acogieron su excepcional entrevista a James Joyce; en 1923 vio la luz A Book —reeditado en 1929 bajo el título A Night Among the Horses— y en 1928 Ladies Almanack, caricaturesca visión del lesbianismo parisino de principios del XX. Pero sin dudas su obra máxima es la novela El bosque de la noche (Nightwood, Londres/Nueva York, 1936), que fue prologada por T. S. Elliot, mezcla intrincada, cual bosque, de poesía, sarcasmo, fantasía y absurdo, símil de su propia existencia.
Formó parte del grupo que, organizado por Natalie Clifford Barney, pretendía emular a la Casa de las Servidoras de las Musas de Safo, al cual se le llegó a conocer como Academia de Mujeres. De la Barney y de Peggy Guggenheim, coleccionista de arte y mecenas estadounidense, recibió apoyo para dedicarse completamente a esa obra de mirada oscura y descarnada.
En 1940 regresó a Nueva York, donde alquiló el pequeño apartamento que Sonia me señaló en el Village. Allí escribió el drama The Antiphon (1958) y poesía hasta el final de su vida, en junio de 1982. Allí imagino todavía, apoltronada junto a su ventana, viendo caer la nieve o resurgir el verde en los árboles de Patchin Place, a la que se consideró a sí misma “la escritora desconocida más famosa del mundo”.




ELLA PASÓ POR AQUÍ

Aquí donde los árboles aún tiemblan por tu huida
Estoy yo y trenzo finos látigos para castigarte.
¿Cómo podremos encontrarte, a ti que te has ido
Toda vestiditos, ceceando por la ciudad?

Grandes hombres a caballo te cazan, y fuertes jóvenes
Usan sus flechas en el leve aire.
Pero a mí me escucharán silbando a donde voy
Trenzando largos mechones de hierba y de pelo semental.

Y en la noche cuando treinta halcones se eleven
En ritmo pendiente, y el borde del camino en ruidos;
Cuando ellos quemen campo y mata y seto,
Yo te robaré como un penique entre la multitud.



A UNA DE OTRO HUMOR

¿Oh amada querida, debería dejar
de mirarte, siempre con ojos húmedos,
y quejumbrosos besos de estos labios donde yace
más miel que en tus aloes? ¿Debería romper
aun más oscuras hierbas, y suspirando no perder
de vista
Con fingida lamentación y gritos temerosos,
Rodeándote lentamente con blasfemias
Porque estaría bailando? No, me falta
La necesaria torpe salmodia de la desesperación.
No resuena en mí tu sombrío humor,
Ni está en mi corazón: ni en ningún lugar
Dentro de mi carne, la misma carne que enamoraste.
¿Entonces para qué aflojar mi trenzado pelo
Ocultando mis ojos, y pretender que cavilo?



ANTIGÜEDAD

Una dama en una capucha de tela ligera
Con rectas lengüetas fijas y ojos mudos,
Y bellos labios finos y hábilmente dibujados
y extrañamente sabios.

Un camafeo, una gola de encaje,
Un cuello cuadrado con los ángulos bien puestos;
Una fina nariz griega y junto al rostro
una lustrada trenza.

Bajas, curvas hacia los lados, teñidas de ámbar
Las pálidas orejas atrapadas en su trampa.
Y un perfil como una daga yaciendo
entre el pelo.



QUISIERA QUE PENSASES EN MÍ

Como una que, recostada contra el muro,
una vez arrancó
Gruesas flores, y escuchó
el zumbido
De pesadas abejas lentas rondando la húmeda ciruela,
Y escuchó a través de los campos el paciente arrullo
De pájaros inquietos desconcertados con el rocío.

Como una cuyos pensamientos eran locos en el
doloroso mayo,
Con ojos melancólicos vueltos hacia su amada
Y hacia la inquieta tierra por la que
se extendió
El frío centeno y los nuevos espinos que echaban ramas–
Con un flaco sabueso andante, por sola compañía.



A UNA QUE SE SIENTE DIFERENTE

Esta noche no puedo conocerte y lloro
Por la amargura que sobre ti es como blando sueño
De la que tú eres la única poseída–
Y como una en larga tela de luto vestida–
Profundamente empapada en ropas que cuentan
la forma de la pena
Pliegue sobre pesado pliegue, como hoja sobre hoja.
Estás de pie, toda trémula con ahogados gritos,
Y con frías lágrimas como vidrio en tus ojos.
Delgadas sombras, más oscuras que lo oscuro hierven
Con espumosa somnolencia y monstruosa fatiga
El solemne ceceo de las cosas inoportunas
Se acerca; y en altas alas de lamento
El tiempo frío grita a nuestro lado,
desprendiendo chispas de dolor
–De las que tú eres el centro y la cantinela.



RETRATO DE UNA DAMA CAMINANDO

En el Norte los pájaros empluman un largo viento.
Ella es hermosa.
El otoño forma hielo en la cáscara de limón.
Sus lentas costumbres acompañan la oscura mente.
La escarcha impone una frágil quietud en la laguna.
Sobre el fresco, pequeño montón de húmeda hierba
Los pájaros caen como lluvia de vidrio.



Poemas tomados de Djuna Barnes, Poesía reunida 1911-1982 (Tarragona, Igitur, 2004; traducción de Osías Stutman y Rosa Lentini).

jueves, 11 de septiembre de 2008

Damaris Calderón y los amores del mal




Damaris Calderón
Los amores del mal
México, El Billar de Lucrecia,
2006



Damaris Calderón (La Habana, 1967) es mi amiga desde hace veinte años. Allá por los finales de los ochenta, el cielo de la isla nos vio avanzar, de este a oeste y viceversa, desafiando al ojo del vecino y al del funcionario, cuestionando todo orden preestablecido, enredadas en amores tan jóvenes y tormentosos como nosotras mismas. Con el terror del equilibrista, su primer poemario, ganador del Premio al Joven Poeta en 1987, la insertó de un puñetazo, rotundo, en los anales de la lírica cubana. A él le siguieron, entre otros, con múltiples reediciones y premios, Duras aguas del trópico, Guijarros, Sílabas. Ecce Homo y Parloteo de sombras.
A mediados de los terribles noventa, como buena parte de esa generación a la que pertenecimos, emigró al sur del continente. Aquella que Rubén Darío considerara la más soberbia ciudad de América Latina, Santiago de Chile, la de las grandes alamedas, la ha visto pasar las de Caín y seguir transformando en esa literatura enorme y personalísima los dolores, las angustias, las dudas y las alegrías.
Hace un par de años El Billar de Lucrecia publicó en México Los amores del mal. De ese cuaderno excelente selecciono estos poemas que hoy comparto con ustedes. Homenaje a Safo y Alceo, a Baudelaire, a las culturas clásicas, al tiempo, que no a todo lo reduce al polvo y al olvido aunque pretenda, Los amores del mal canta a la fuerza de lo efímero y de lo eterno, a la lengua del Principio que nulifica al verbo, a los pechos de la amada, a las playas de Lesbos donde las muchachas dan migajas a las gaviotas y “sus cuerpos enlazados/ conmueven más que todos los crepúsculos”, y a los amores idos, que algún día le serán indiferentes “como las noticias sobre el Oriente Medio”. Y a Roma y a Cartago y a la furia del Vesubio y también a la prisa deliciosa de un escarceo dentro de un baño público. Todo con el mismo lirismo desgarrado porque unos y los otros no son más que imágenes sucesivas de la posteridad.
“Es un solo poema dividido en fragmentos”, me ha dicho su autora en un email. Si me dejara llevar por el placer y el entusiasmo, tendría que transcribir el libro entero en estas páginas; un libro que leo y releo sin cesar como si fuera nuevo cada vez. Porque ésa es la magia de la Poesía, con mayúsculas, que no da espacio a la repetición mecánica, al cansancio ni al hartazgo. Fluye, honda y ligera al mismo tiempo, como el río de la Vida.



Antes que yo muchos dijeron estas cosas.
Después de mí
otros habrá que las dirán mejores.
Pero cuando tu lengua toca mi lengua
el verbo se hace nulo
se diluye
en esta saliva espesa.
Efímera y eterna eres la mujer del Principio.
Todo empieza de nuevo
y se hace necesario reescribir el Génesis.

***

Gozosas islas las tuyas, Bilitis,
donde Safo es la lengua común,
donde al decir de Alceo,
las muchachas de Lesbos,
compitiendo en hermosura van y vienen.
Toda la noche en vilo acecho esas imágenes
en espera de que algún día
me sea revelado el principio de la creación:
cuando las mujeres frotan sus vientres
y la madera estalla en haces luminosos
y un líquido espeso, agridulce,
hace caer borrachas a las gaviotas.

***

FIEBRE DE CABALLOS

Cuando te quedas,
Rita,
más desnuda que estas paredes
yo siento miedo
de ser mujer.
Tengo feroces dientes carniceros.
Comiérame tus ojos
tus rodillas.

Cuando veo un sauce que se agita
no me acuerdo de Safo,
pienso en mí.

***

¿Y quién dijo que lo que hacemos
―y escribimos―
en las paredes de un baño público
frotando nuestros cuerpos
como la lapicera contra el papel
es menos relevante
que un graffiti
pompeyano?

***

Henchido el corazón pienso en tu sexo.
Lo cognoscible
lo incongnoscible
lo he escuchado a través
de esa marea oscura.
He olvidado las lenguas de los hombres
tantas cosas inútiles.
Sólo a través de ti
intuí mi destino.
He sido eterna
como las hojas que devora el otoño.

***

Lo peor no es que las cosas sean finitas
lo peor es que las cosas sean.
Lo peor es saber
que tu cuerpo, tu pelo, aquella boca
serán definitivamente del olvido y el polvo
mucho más
de lo que alguna vez fueron míos.

***

LA HABANA, TINTE MEDITERRÁNEO AL FONDO

Comprábamos el goce
en una habitación
alquilada.
Colocábamos una frazada
que se quemó
―¿te acuerdas?―
sobre la lámpara sucia.
Demasiado mezquinas
las paredes
apenas soportaban
nuestros cuerpos jóvenes.
Tus piernas se encendían
como neón como astros.
Yo me inclinaba
lamía tu resplandor
esa pequeña
llama votiva.

***

Íbamos a ser eternas
las ancianas de Brueghel.
El fuego crepitaba en la habitación
en tus senos.
Yo pongo mis dos manos al fuego.
Todo cuerpo es perverso.
Digo la palabra pezón
y el pezón salta.
Extraigo un zumo amargo
un jugo huérfano.
Me derrumba el susurro lejano
de tu dedo índice.

***

No quiero
otro
aljibe
cántaro
jícara
vaso
donde beber
sino
tus piernas.